La mejor profesora que he conocido se llamaba Ángela Fernández Díez. Enseñaba Historia e Historia del Arte en el colegio. En un debate, repitiendo cosas que había escuchado a algún adulto, le pregunté si no creía que la Guerra Civil española había sido necesaria porque el país estaba demasiado dividido como para seguir adelante de otra manera.
«Una guerra nunca es necesaria».
(Hacia dónde quieres crecer).
La mirada de Ángela entonces me sirvió muchas veces de refugio. Me protegió frente a otra frase que tuve que escuchar de modo recurrente años después en el doctorado de Relaciones Internacionales: «Señorita, la paz no existe. Es un invento de los ecologistas». Era el mantra de otro profesor.
La única vez que sentí tambalearse ese asidero fue en un colegio mayor de Madrid, hacia 1999. Era invierno, de noche, se debatía el drama de Los Balcanes y el periodista Javier Valenzuela explicaba que bombardear Kosovo había sido precisamente una necesidad.
El otro día, en un acto sobre Barack Obama, volví a escuchar al periodista después de tantos años. Defendía el Premio Nobel de la Paz que le acaban de conceder al presidente norteamericano, bastante a contracorriente. Me pareció valiente y tranquilizador: quien noqueó nuestras convicciones con la urgencia de un bombardeo in extremis en 1999 también opina que debe premiarse a un líder que lo evite.